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Los medios como posibilidad y como límite de la democracia

Colaboración

Mariano Emmanuel Navarro Arroyo

28/2/23, 10:00 p.m.

Mariano Emmanuel Navarro Arroyo

Dentro de las diversas reflexiones en torno a la muerte, eclipse o debilitamiento de las democracias (Levitsky y Ziblatt, 2018; Gershberg e Illing, 2022) hay una perspectiva algo ausente: la de las democracias como entramado de decisiones soportada por una estructura comunicativa, siendo que la democracia como forma de gobierno siempre ha supuesto una estructura de interacciones comunicativas que la haga posible. La historia intelectual y la teoría política han identificado en el Ágora de la antigua Grecia el origen del ejercicio democrático, en la medida en que los ciudadanos se reunían para discutir los asuntos públicos y decidir sobre su conducción, así como para distribuir el poder y la autoridad de una manera comúnmente desigual, aunque mayoritariamente aceptada entre los participantes.


Dentro de las muchas dinámicas que las estructuras y medios de comunicación han desempeñado en la historia social y política, esta conexión entre el Ágora como concepto y la posibilidad de la organización democrática ha sido identificada con claridad, si bien tal reconocimiento se ha efectuado desde la perspectiva donde los medios son primordial o únicamente un agente positivo y posibilitante de la vida democrática. Entre las diversas formas en la que los efectos de los medios de comunicación se han sobredimensionado (Perse y Lambe, 2017) o expuesto de una manera desequilibradamente positiva (así, los medios acercan, educan, conectan, innovan, a diferencia de disgregar, erosionar, etc.), los medios aparecen como entes que democratizan la sociedad por su misma existencia, dejando de lado las limitaciones que los medios pueden ejercer en la vida democrática.


Se puede argumentar que en nuestro momento la sensibilidad hacia las exclusiones históricas del espacio público lleva a que esos límites a la democracia se identifiquen primordialmente con el alance en términos de acceso e inclusión, cuya insuficiencia ciertamente pueden limitar la democracia como forma de gobierno. Así, no es poco común encontrar valoraciones de los límites que imponía a la democracia el Ágora clásica como espacio político y comunicativo en términos de las exclusiones que ahí operaban, pues en efecto y como es bien sabido las mujeres, los extranjeros y los esclavos no participaban en la vida democrática en la Antigüedad Clásica, y encontramos en la actualidad a colectivos que siguen siendo excluidos de los procesos democráticos o tienen grandes dificultades para participar.


Pero los límites del proyecto democrático pueden provenir de la estructura comunicativa que lo organiza y posibilita y no únicamente del grado de inclusión o volumen de participación. Hannah Arendt, en su búsqueda de respuestas a las interrogantes de su propio tiempo desde las raíces de la filosofía clásica, señalaba que en Grecia fue siempre la ambición de los tiranos transformar el Ágora en un conjunto de comercios al estilo de “los bazares del despotismo oriental” (Arendt, 1993). Este riesgo al que siempre es propenso el espacio público comunicativo, también identificado por Habermas en la tendencia que tiene la esfera pública a ser “refeudalizada” por los intereses particulares, típicamente comerciales, nos presenta una versión de los límites de la democracia que no radican en el alcance participativo o inclusión, sino en la misma forma o estructura de los andamiajes comunicativos que la soportan.


Y si bien no parece necesario demostrar que la democracia como forma de gobierno tiene unas profundas raíces comunicativas, es llamativo que dichas estructuras de comunicación se invoquen con frecuencia solo como agentes constructivos. Una de las razones de esta especie de optimismo teórico puede encontrarse en el mismo desequilibrio en la atención y estudio de la que han sido objeto la democracia y los medios de comunicación. Si bien la Antigüedad clásica estuvo presente como objeto de estudio desde el mismo origen de las instituciones universitarias en el medioevo europeo, y dentro de ella la organización democrática como forma de gobierno fue materia de análisis aún sin resonar con el orden político vigente en el momento. La retórica, herramienta comunicativa esencial para ese orden democrático del mundo clásico, se estableció como una de las materias fundamentales de los primeros universitarios de occidente (junto a la lógica y la gramática, la retórica integraba el trívium, la división menor de las artes liberales estudiadas por las capas letradas).


Fue probablemente esta desconexión de origen entre estudio de las formas comunicativas y las formas de organización política que estas propiciaban la que llevó a que siglos más tarde, cuando se institucionalizó en las universidades modernas el estudio de los medios de comunicación, la pregunta por la interrelación entre las formas de comunicación y las formas de gobierno siempre tuviera un carácter marginal dentro de las reflexiones que institucionalizaron el estudio de los medios de comunicación en las universidades. A este respecto conviene recordar las críticas hacia la “investigación administrativa” de Lazarsfeld, Cantril, Hovland y otros “padres fundadores” de estos estudios calificándola, no sin sorna, como un esfuerzo metodológico serio sobre preguntas de mediana o poca importancia (Lazarsfeld, 1941).


Por otro lado, el énfasis que con frecuencia se marca en las formas de comunicación interpersonales y conversacionales para el funcionamiento democrático (Schudson, 1997) suele difuminar el hecho de que gran parte de la comunicación pública relevante para la democracia es mediada por tecnologías mecánicas y eléctricas. Este curioso olvido establece dos categorías de comunicación relevantes para la democracia, donde las conversaciones cara a cara son la medida del ejercicio democrático pleno y las mediadas se presentan como formas de interacción de segunda clase, tenidas en estructuras que no parecen impactar de fondo en la constitución o funcionamiento de las democracias, pues siempre existe la posibilidad de evadirlas o superarlas para llegar a esa comunicación quintaesencial y pura que sería la comunicación cara a cara. Esta dinámica, que se presenta en numerosas áreas de análisis, no dejar de tener un impacto en el encuadre del estudio de los medios de comunicación como un área de poca relevancia para las grandes preguntas políticas y sociales.


Desde una perspectiva disciplinar dentro del campo del estudio académico de la comunicación, esta configuración institucional fundacional y sus consecuencias es sin duda uno de los tópicos más polemizados por varios de los autores más reconocidos de la disciplina. Así, John Peters buscó identificar “las raíces institucionales de la pobreza intelectual” de la reflexión en comunicación, o Todd Gitlin explicó cómo la investigación sobre la comunicación y los medios estaba irremediablemente lastrada por una comprensión muy limitada de la noción de “efectos” de los medios de comunicación, abocada a la búsqueda de consecuencias conductuales en el corto plazo como resultados de campañas de marketing o de comunicación electoral (Gitlin, 1978). Esta conciencia crítica sobre la orientación y límites del propio campo de estudio, sin embargo, no suele ser del interés de intelectuales o investigadores más allá de los confines disciplinares de las propias facultades o institutos de investigación en comunicación (Pooley, 2016).


Dentro de los autores que más lúcidamente han abordado esta cuestión en los actuales debates a nivel global destaca la figura de Jonathan Hadit, que desde hace algunos años se ha abocado a explorar las posibilidades de la vida democrática en un contexto comunicativo radicalmente diferente al de la implantación de la forma democrática de gobierno y organización social. En un ensayo titulado originalmente Why the 10 past years of American life have been uniquely stupid Haidt achacaba a las dinámicas propiciadas por las redes sociales, fuertemente basadas en las reacciones emotivas de sus usuarios, “la fragmentación de todo”, de todos los aspectos de la vida pública, como la confianza entre los ciudadanos y las narrativas sociales comunes (Haidt, 2022).


Lejos de considerar una incompatibilidad determinista entre las redes sociales y otras formas de comunicación digital y la democracia liberal tal como la conocemos, o de buscar soluciones sencillas y acaso algo ingenuas en la autorregulación de las conductas comunicativas de los usuarios, estos desafíos plantean una necesidad tan clara como urgente: la de realizar más investigaciones sobre las dinámicas comunicativas y su impacto en las condiciones de posibilidad de la democracia. Más allá del avance de un campo o tema de estudio, estas preguntas (y sobre todo las respuestas que seamos capaces de brindar) nos enfrentan al impacto real que pueden tener los medios en nuestra democracia: posibilitarla o impedirla.


Referencias:

Arendt, H. (1993). La condición humana. Paidós Iberica.

Gershberg, Z., e Illing, S. (2022). The Paradox of Democracy. Londres: University of Chicago Press.

Gitlin, T., (1978) “Media sociology: the dominant paradigm”, en Theory and Society, 6(2).

Haidt, J. (2022). Why the past 10 years of American life have been uniquely stupid. The Atlantic.

Levitsky, S. y Ziblatt, D. (2018). Cómo mueren las democracias, Ariel.

Lazarsfeld, P. (1941). “Remarks on Administrative and Critical Communication Research”, en Studies in Philosophy and Social Science, vol. 9.

Perse, E. M. y Lambe, J. (2017). Media Effects and Society. New York: Routledge.

Pooley, J. (2016) James W. Carey: Reputation at the university’s Margins. Peter Lang.

Schudson, M., (1997) “Why Conversation is not the soul of democracy”, Critical Studies in Mass Communication, vol. 14.


Publicado en Dissensio edición 1, con el título " Los medios como posibilidad y como límite de la democracia", página 40

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